3 de enero de 2011

"Máquina de escribir"

Salvo los malos recuerdos, hace mucho que las cosas escapan de mi memoria.
Los archivos se parecen a la morgue. Es el mismo silencio, es idéntico al sistema de ordenar y guardar las cosas en esos cajones pesados, que sólo sus guardianes saben abrir. Los encargados de los archivos, como los responsables de la morgue, conocen cuál es el número clave, cuál es la filiación y en qué fila descansa el cadáver.
Cada día tengo menos resistencia al después. Mi único deseo es irme o que ellos se vayan.
Me he dado cuenta que para él ninguna mujer vale la pena como para poner en juego su matrimonio, lo cual es un poco entendible aunque forzado.
He tenido amantes. Nunca llegué a confundir sentimientos, hasta ahora. No discuto con los hombres, hasta ahora. Ni los desafío ni los enfrento. Me cuesta recordar  cómo empezaron las cosas con cada amante pero con él recuerdo todo: como me recorre con su mirada desnudándome, sus besos, su tacto, su textura, suavidad, su inteligencia, su paranoia, todo...
Tampoco guardo constancia de cómo terminaron pero con él no quiero terminar, pase lo que pase.  De esas otras historias no quedaron  rastros, pero con él puedo recuperar con  una precisión absoluta cada detalle de lo que ocurrió a partir de aquella noche. Guardo la vivencia exacta de uno de los actos que, dentro de un “x“  tiempo no sé qué me va a costar. Su imagen delgada, su mirada transmite desconfianza y a la vez misterio. Importaba poco en ese momento cuánto iba a durar la aventura. Incluso podía ocurrir que no lo viera más, pero el olor que aún perdura en mis manos y las imágenes que relampaguean en mi memoria bastan para recordarme la verdad que me ahoga: ya estoy atrapada. No hay salida alguna.
Mis sentidos están despiertos y hambrientos. Así entró en mí, sin piedad, sin tregua. Enterró su sexo en mi cuerpo dejándome un poco de su esencia.

No puedo internarme en la idea de mi propia desaparición sin este llanto desesperado y silencioso, sin este sudor frío y filoso que se escurre por mi pecho, baja por mi sexo, me atrapa por la nuca y fluye por mis manos.
¿Cuál es el sentido de sostener una mentira de patas cortas? La muerte existe. Si la evitas, te alcanza mañana. Paciencia, lo principal.
¿Qué más da vivir 40 años, o 60 o diez? Todo es ínfimo y miserable. Lo trágico no es la muerte. Es la vida. Somos nosotros, que desde que abrimos los ojos empezamos a deteriorarnos, a gastarnos, a envejecer, a marchar cada día, cada hora, cada minuto, cada segundo, hacia nuestra desaparición. Nosotros,  insectos vulgares destinados a la infelicidad y al olvido. Somos caca. Somos nada.
Los papeles desfilan por la máquina con la misma velocidad con que se vacían las botellas. La botella de  tequila está por la mitad. El cigarro de marihuana ya casi se acaba.
Es pasada la medianoche. Hay tiempo de seguir. Voy a exprimir hasta el último segundo.
Él, me da la libertad que necesito para que no escape. Eso me da confianza y como resultado logra que me abra, hable, lo tenga como exclusivo aunque no lo sea. Nos llenamos mutuamente, sin ningún título, sin límites ni compromisos, excepto el estar. Así, no sufrimos ninguno de los dos, al contrario nos contenemos y a la vez nos liberamos con el sexo.
Ahora pienso, si sólo se hubiera tratado de sacarlo de mi mente habría sido más fácil, pero ya lo tengo impregnado en la piel, en mi sexo, en mi corazón, en los sentidos y lo extraño.

Mi naturaleza me demuestra que soy un animal alerta. Oteo movimientos, clasifico sonidos, olores, gestos. Cuando estoy segura de que nada se mueve y de que nadie me ve, me deslizo en dos o tres zancadas.
Los metros aquí son infinitos y el tiempo eterno. La playa parecía lavada por una lluvia refrescante al final de una  noche bochornosa. El mar recuperaba su intimidad.

Todo esto me llevo a recordar  muchas noches contigo, pero una en particular no me la voy a olvidar nunca:
Él estaba detrás de mí, sostenía mis caderas. Mis nalgas  estaban juntas, su sexo se había enterrado hasta la raíz. Iba y venía  como un pistón, con un ritmo constante, imparable y en cada golpe la carne se estremecía. El mismo movimiento iba provocando mayor lubricación aunque mi estrechez, se sentía igual, algo  que él adoraba. Cada vez entraba con mayor facilidad, cada vez llegaba más profundo. Gemía. Imploraba, me contagiaba de él, me llegaba hasta los dientes. Nos golpeábamos con nuestros cuerpos. Quería perforarme, incinerar en mí y yo en él todo el odio que habíamos  juntado en la vida.
Lloraba aunque no lo notara, gemía. Retrocedí unos años atrás, algo que  a él lo súper excitó. Parecíamos  poseídos. Acababa  como si al hacerlo encontrara la puerta de escape. Procuró, mantenerse firme, empalándome, mientras los orgasmos se encadenaban. Se agitó, se estremeció y continuó vibrando hasta que el temporal amainó y las fuerzas comenzaron a abandonarnos. Entonces llegó su momento. Estaba frío, lúcido y concentrado como un matador que cumplía con su faena. Su sexo se tensó hasta que no dio más, fue entonces cuando disparó. Entró directo como la espada en la cruz del toro. Directa, limpia, letal.
Luego sentí su piel suave, ese  beso fue como un bálsamo sobre mi corazón. Por mí, fuera de aquella habitación el mundo podía hundirse debajo de una avalancha.

Volviendo a la realidad. El brindis se terminó, el año ya comenzó. La noche anterior quedó en la historia.
Estaba en la cama del Hotel, desnuda. No supe qué hora era en ese  momento indefinible, cuando la noche pasada muere, pero la mañana próxima se encuentra lejos y el reencuentro más lejos todavía.
A esa hora nada existe de verdad, salvo los pensamientos, los presagios y los miedos. Las 3, las 4, las cinco de la mañana y seguía sin poder dormir.
Nunca fui de dar explicaciones. Esa tarde las di y fue en vano. Allí caí en la cuenta que es en vano dar explicaciones por más que sea pareja o no. Igual,  no tiene sentido  si no hay un mínimo de confianza. Ahora y aquí me doy cuenta que ya no creo en nada, ni en el baile, ni en escribir.  La vida en general. Ya no tengo salvación. Un dolor sordo me atraviesa. Muerdo mis labios y ahogo un grito.
Siento que estamos jugando al gato y al ratón. Sospecho que el ratón está atrapado y prolongo el instante del zarpazo final. Pude oír el silencio como un susurro suave y profundo. El ruido del mar, que entraba por la ventana, creció y se convirtió en una sinfonía rica, que nacía de los instrumentos más complejos y variados. Me vaciaba cuando se alejaba y me cubría cuando regresaba.
Necesitaba el contacto con él. Quería salir de mis límites, expandirme, crecer, ocuparlo. Recordaba como sus brazos me envolvían como tentáculos, llegaban a todos mis extremos. Me enlazaba también sus piernas. Sentía que podía quedarme así toda la eternidad.
Me veo, miro mi cuerpo lleno de moretones. Los moretones no se ven porque están todos en el alma.

No puedo dejar de escribir. Se ha instalado en mi mente la imagen de alguien que lee. Todo el tiempo lo tengo delante de mí. Es alguien sin rostro, sin sexo, sin edad. Alguien que lee. Y que alienta esta necesidad de escribir.
Nunca conoceré el rostro de quién lo lee, pero él o ella sabrá que existí…


Autora: Romina Munafó